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La economía mundial está viviendo una etapa muy favorable. Los Estados Unidos mantienen una expansión intensa y estable —la más larga de la posguerra—; los países europeos registran una firmeza creciente en sus ritmos de avance; Japón parece estar empezando a superar, no sin dificultades, el retroceso de los últimos años; la mayor parte de las nuevas economías industriales de Asia se han recuperado con fuerza tras sus recientes crisis y también lo están haciendo, aunque con menor vigor, un buen número de países del área latinoamericana. En estas condiciones, las previsiones actualmente disponibles apuntan a un crecimiento del producto mundial del orden del 4 % durante este año y el año próximo —casi un punto por encima del registrado en 1999—, con un ritmo de avance algo superior al 3 % en el conjunto de los países industriales y una tasa de crecimiento algo mayor del 5 % en el conjunto de los países en vías de desarrollo. Estas previsiones podrían extrapolarse linealmente dos o tres años más, esbozando así el panorama de una etapa de expansión firme y prolongada. Ahora bien, las previsiones económicas tienen como destino habitual verse incumplidas; hay que tomarlas como conjeturas razonables, referencias útiles para analizar las desviaciones que pueda registrar la realidad. Y esto cobra especial relieve en los momentos actuales, porque la favorable evolución de la economía mundial coexiste con factores de incertidumbre cuyo desarrollo podría generar diferencias apreciables respecto de las previsiones que acabo de exponer. En primer lugar, el avance de la economía mundial ha venido acompañado, desde hace bastante tiempo, de unos desequilibrios en los pagos internacionales entre las principales áreas monetarias que han alcanzado niveles preocupantes. La presión intensa y persistente de la demanda sobre la oferta ha generado, en los Estados Unidos, déficit exteriores crecientes que, medidos por el saldo de la balanza de pagos por cuenta corriente, se aproximan ya al 4 % del producto interior bruto. Este proceso, que tiene su principal contrapartida en los fuertes excedentes exteriores registrados en Japón y, en menor medida, en el área del euro, parece difícilmente sostenible, aunque la financiación de los déficit americanos no haya tenido dificultades y haya sido incluso compatible con una fuerte apreciación del dólar durante los últimos años. Lo deseable es, desde luego, que esos desequilibrios se corrijan, que los Estados Unidos desciendan hacia una tasa de crecimiento más moderada y sostenible y que lo hagan con lo que se ha denominado un «aterrizaje suave» que la economía mundial pueda absorber sin graves problemas. Nada garantiza, sin embargo, que los hechos vayan a desarrollarse así. En segundo lugar, el mundo se encuentra ante una revolución tecnológica en el ámbito de la información y de las comunicaciones que también tiene su centro en los Estados Unidos. El despliegue temporal del fenómeno es, sin embargo, incierto. Hay quienes piensan que, tras varias décadas de mejoras rapidísimas en la producción de los bienes de equipo que incorporan tales tecnologías y de fuertes descensos en sus precios, la inversión en dichos bienes ha aumentado fuertemente y la utilización de sus servicios se ha extendido a toda la economía americana generando un notable aumento general de la productividad. Este incremento en la tasa de avance de la productividad, que sería el principal fundamento del rápido crecimiento con baja inflación de la economía norteamericana en los últimos años, tendría además un carácter permanente, capaz de sostener un largo período de expansión estable de los Estados Unidos en el futuro y de alentar más altos ritmos de crecimiento en las economías europeas y de Japón a medida que estas vayan asumiendo la utilización extensa de las nuevas tecnologías. Otros son, sin embargo, más escépticos: creen que la reciente oleada de prosperidad de la economía norteamericana no se basa en cambios estructurales de naturaleza profunda que permitan hablar de una «nueva economía», sino que se debe, principalmente, a la coincidencia de un conjunto de shocks o impulsos de oferta favorables; opinan que no hay razones sólidas, hasta ahora, para pensar que se haya registrado un aumento permanente de la tasa de crecimiento de la productividad y piensan que los Estados Unidos no tienen asegurados, para el futuro, experiencias inflacionistas ni ritmos de avance del producto potencial más favorables que los históricos. Señalaré, en fin, como tercer factor de incertidumbre, la fortísima revalorización de los activos bursátiles. Se trata de un fenómeno mundial, puesto que los avances en los índices de bolsa norteamericanos, alentados por la larga expansión económica de la década pasada, han acabado siendo incluso superados por las intensas revalorizaciones observadas en otros muchos países durante los últimos tiempos. Se trata, además, de un fenómeno en gran medida alentado por las expectativas generadas en torno a las empresas relacionadas con las nuevas tecnologías, cuyos valores han alcanzado precios elevadísimos y dominado los movimientos de los índices generales de bolsa desde hace algún tiempo. Y es, también, un fenómeno con efectos sobre el comportamiento de la demanda de bienes y servicios: en los Estados Unidos, el alza de los valores bursátiles ha estimulado la inversión y ha generado efectos-riqueza alentadores del consumo, contribuyendo al fuerte descenso del ahorro privado neto, que es la contrapartida del crecimiento de los déficit externos; en otros muchos países, los efectos han sido menores, pero también significativos. ¿Se trata de revalorizaciones bursátiles sostenibles que tienen una base sólida en los fundamentos económicos? ¿Se trata, por el contrario, de burbujas financieras cuya explosión podría dañar gravemente la demanda y la actividad de la economía mundial? Los factores de incertidumbre que he señalado, todos interrelacionados, bastan para comprender los elementos de fragilidad que entrañan las previsiones sobre el futuro de la economía mundial que he esbozado al comienzo de mi exposición. Sería posible que una conjunción de factores favorables condujera, en los próximos años, a tasas de expansión estables, incluso superiores a las que presentan esas previsiones; pero también podría ocurrir que la activación articulada de los factores de fragilidad impusiera una fluctuación a la baja de alguna importancia —aunque nunca dramática—. Dedicaré, por tanto, el resto de mi exposición a examinar con más detalle las causas de la actual incertidumbre. No esperen ustedes, sin embargo, respuestas nítidas a la mayoría de los problemas: creo que nadie podría dárselas y yo, desde luego, no puedo hacerlo. Trataré, simplemente, de ofrecer material a sus reflexiones y de extraer algunas conclusiones.
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